GESTO PARA REPARAR LA MAGNITUD DE UN INSTANTE

 


Gestos para reparar la magnitud de un instante surge de la necesidad de materializar una obra donde confluyen los interrogantes que han guiado mi práctica artística en los últimos años. Me interesa pensar el cuerpo como un instrumento de escucha y diálogo con los lugares que habito, y en esta ocasión ese diálogo se estableció con el antiguo observatorio astronómico muisca ubicado en Villa de Leyva, conocido como El Infiernito.

El nombre impuesto por los colonizadores españoles revela el intento de satanizar los saberes que conformaban la cosmovisión indígena, negando los vínculos entre espiritualidad, fertilidad y conocimiento astronómico. Este complejo arqueológico, compuesto por elementos líticos de forma fálica alineados con los puntos cardinales, permitía a los muiscas determinar los momentos de fecundidad de la tierra a partir del registro solar. Las sombras proyectadas por los menhires sobre el suelo eran una forma de escritura que marcaba los ciclos de siembra y cosecha, una coreografía entre la piedra, la luz y la vida.

El 21 de septiembre, durante el equinoccio de primavera, llevé a cabo una acción de 24 horas de caminata ininterrumpida alrededor del monolito orientado al este del complejo. Ese día, cuando el día y la noche se equilibran, decidí recorrer ese círculo en el sentido de las manecillas del reloj, como un gesto de sincronización con los ritmos de la naturaleza y los saberes que la habitan.

Caminar se convirtió en una práctica estética y espiritual: una forma de reparación simbólica frente a un territorio herido por la colonización y el olvido. Cada paso fue una tentativa por reconectar con un tiempo que no me pertenece, pero que persiste en la memoria de la piedra. En esa caminata sostenida, la acción de un cuerpo contemporáneo se enlaza con un pensamiento ancestral, recordando la relación entre la piedra y la carne, entre lo que permanece y lo que transcurre.

Esta obra propone activar, dentro del arte contemporáneo, un monumento vivo, no desde la permanencia sino desde la experiencia. El cuerpo —en su fragilidad y resistencia— se enfrenta a la duración, al cansancio, al paso del sol y la noche, desplegando una reflexión sobre el tiempo expandido y su traducción simbólica en el tiempo condensado del video.

El registro audiovisual, con una duración de 24 minutos, condensa las 24 horas reales de la acción. A través de los cambios de luz y del desgaste físico, el espectador puede percibir el tránsito del día, el peso del tiempo y la transformación del movimiento. En ese condensar y expandir del tiempo reside también la dimensión escultórica de la obra: una escultura que no se levanta en piedra, sino que se inscribe en el aire, el polvo y la memoria del gesto.








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